23 abril 2011

CORTES DE CABLE

VII-CORTES DE CABLE

A principios de enero de 1975, los tres pilotos designados, el Teniente de Navío Jorge Colombo, el Teniente de Fragata Carlos Sánchez Alvarado y yo, nos presentábamos en la Escuela de Lenguas de la Base Aérea Lackland, sita en San Antonio, Texas, para realizar el curso obligatorio que se le impartía a los extranjeros antes de una instrucción militar, con el objeto de familiarizarnos con el idioma, costumbres castrenses y vida cotidiana en los Estados Unidos.
Durante dos meses compartimos clases con oficiales de más de treinta países. En aquellos tiempos sobresalían en cantidad los cadetes iraníes, que realizaban cursos de varios años hasta adquirir el idioma y el rango de oficiales en las fuerzas armadas de su país, para terminar operando material de guerra muy avanzado. No menos numeroso era el grupo de representantes de Arabia Saudita.
Entre los amigos que hicimos con mayor rapidez, además de españoles, brasileros o peruanos por razones de afinidad en las costumbres, estaba un capitán de la Fuerza Aérea de Indonesia, llamado Yulikin por haber nacido en el mes de Julio, que había realizado cursos en la Unión Soviética pero que con el cambio ideológico de su país entonces los realizaba en los Estados Unidos. Jugaba frecuentemente al tenis con nosotros y su compañía era muy agradable. Tiempo después nos invitaría a visitar Yakarta, pero por razones obvias tuvimos que desechar tan amable muestra de amistad.
Alcanzados los niveles requeridos de conocimiento de inglés, nos presentamos a principios de marzo en la Base Aeronaval de Kingsville, y yo fui incorporado en el Escuadrón VT-22 junto al Teniente Colombo, mientras que el Teniente Sánchez Alvarado volaría en el VT-21.
Luego de tres semanas para estudiar el avión TA-4J, los procedimientos de vuelo y algunos turnos de adiestramiento en tierra utilizando el simulador FT-90, el 24 de marzo efectué mi primer vuelo. Los períodos iniciales eran en cabina trasera bajo capota y de procedimientos instrumentales. Luego volaría familiarización desde la cabina delantera, y más tarde formación de cuatro aviones, nocturno, formación nocturna y demostrativos de combate aéreo.
Con mi primer instructor, un Mayor de la Infantería de Marina con dos campañas a Vietnam en su haber - la primera volando helicópteros y la segunda aviones Phantom- realizamos una singular travesía de fin de semana a Los Ángeles.
Yo volaba desde la cabina trasera en condiciones instrumentales con un nivel de 33000 pies, y la altura de presión en la cabina era de 17000 pies. El nivel de oxígeno líquido había bajado lo suficiciente como para hacernos dudar que pudiéramos llegar directo a Los Angeles con lo remanente. El Mayor Collins me pidió que no respirara oxígeno para ahorrar, y él me vigilaría por los espejos retrovisores para indicarme, cuando yo tuviera los efectos de la hipoxia, que respirara del sistema de oxígeno.
Yo tenía la experiencia de sufrir los efectos de la falta de oxígeno durante los ejercicios que anualmente realizábamos en la cámara hiperbárica de la Base Aeronaval Espora. A los 25000 pies la hipoxia hace sentir en pocos minutos sus efectos de confusión mental, lentitud en apreciar y reaccionar ante distintas situaciones y una sensación de conformismo y abandono. A mayores niveles, sólo unos pocos segundos bastan para causar el desmayo. En los Estados Unidos habíamos cumplido la prueba ascendiendo hasta 45000 pies.
Con 17000 pies de cabina, los efectos de la hipoxia se demoraban unos minutos. Mientras volaba por instrumentos notaba cuándo mis reacciones no eran las adecuadas en tiempo y tomaba la máscara de oxígeno, respiraba varias veces en forma profunda y seguía volando ante la atenta mirada de mi instructor desde la cabina delantera.
De todas maneras no llegamos a Los Angeles. Tuvimos que descender en la Base Yuma para reaprovisionar combustible y oxígeno líquido.
Dado que el presidente de los Estados Unidos visitaba Los Angeles en ese día, y por razones de tramitación de los permisos de tránsito aéreo, para ir a la Base Aeronaval El Toro en Los Angeles tuvimos que realizar la corta etapa restante volándole formación a un F4 que tenía su permiso de vuelo aprobado. A la Base llegamos a tiempo para la tradicional celebración del "Happy Hour" de los viernes a la tarde, donde pasamos un agradable rato con cerveza tirada del bar.
El regreso nocturno del domingo nos enfrentó a una descomunal línea de tormenta de tal magnitud, que volando con 40000 pies aún lo hacíamos dentro de nubes. Abajo se iluminaban los núcleos de los cumulus nimbus con los relámpagos, y en el parabrisas del avión danzaban luces de "San Telmo", producto de las elevadas corrientes estáticas, que de tanto en tanto estallaban en una viva luz amarillenta.
Aún a ese nivel, la turbulencia se hacía sentir y cerca del techo de vuelo del avión no existe mucho margen para mantener el control, por lo que la tensión y concentración en los instrumentos no daba para comentarios. Luego de la aproximación controlada por radar arribábamos a Kingsville, que había sufrido una severa tormenta con muy fuertes lluvias.
A fines del mes de abril habíamos completado las 35 horas de vuelo acordadas para nuestra instrucción, y luego de cuatro meses regresamos a la Argentina para reencontrarnos con nuestras familias y un cargo en la Tercera Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque, que tenía los aviones A-4Q “Skyhawk”.

Los Mc Donnell Douglas A- 4B procedentes de la reserva de la Marina de los Estados Unidos fueron recorridos y modificados en ese país. La instalación de equipamiento electrónico acorde a lo requerido por la Armada, como el equipo IFF, el transreceptor de UHF y el ADF se sumaban al importante reemplazo del reactor J 65-W-16 de 7500 libras de empuje por el J 65-W-20 de 8400.
Las alas fueron modificadas para incorporar los spoilers, muy importantes para aterrizajes con vientos fuertes de través, tan comunes en nuestros aerodromos de una sola pista en la Patagonia. Asimismo, para la operación a bordo del portaaviones era necesario contar con un asiento eyectable de capacidad 0/0 (sin requerimientos de velocidad y a nivel del mar), y por tal razón se le instalaron los ESCAPAC 1 A -1.
Todas estas modificaciones dieron lugar a la versión A- 4 Q específica de la Armada Argentina. Este avión de caza y ataque con un peso vacío de 4600 kilogramos, tenía un peso máximo de despegue de 10200 kilogramos, lo que le dejaba una gran capacidad de carga de combustible y armamento.

La Escuadrilla conformada inicialmente con 16 aviones A4 Q Skyhawk en 1972 ya había tenido la pérdida de dos aviones y la vida de ambos pilotos.
El 16 de enero de 1973 el A 4-Q 3 A- 216 se accidentó en proximidades de Bahía Blanca, provocando la muerte de su piloto, el Teniente de Fragata Mario Peña, quien se desnucó al eyectar por haberse enganchado la manguera de su máscara de oxígeno en la T del acelerador, lo que le provocó un fuerte tirón de la cabeza hacia abajo al momento que el cohete eyector hacía que el asiento abandonara la cabina. Posteriormente se aseguró la manguera por medio de un broche al traje de supervivencia para evitar otro suceso semejante.
El 25 de Junio de 1973 se accidentó el 3 -A- 215 sobre el mar próximo a Monte Hermoso, desapareciendo el Teniente de Navío Eduardo Marty.
En ambos casos los pilotos estaban realizando maniobras verticales (rizo) y las Comisiones de Investigaciones de los accidentes les atribuyeron como causa más probable la pérdida de control del avión por el llamado "Departure". Este fenómeno se manifiesta como un violento tirabuzón al perder el conjunto de cola el flujo de aire perturbado por el ala principal. Luego de los accidentes llegó a la Escuadrilla el resultado de la investigación que se había realizado sobre el tema en los Estados Unidos. Esta pérdida de control se produce con grandes ángulos de ataque (a baja velocidad) y se manifiesta con violentos giros en los tres ejes del avión; la respuesta típica para la recuperación ante una supuesta entrada a un tirabuzón sólo agrava el "departure".
Para este caso debían centrarse los controles de bastón y pedales y llevar a 0 grado la incidencia de la cola volante, y esperar que se reestableciera el flujo de aire sobre el empenaje de cola, cuando cesarían los violentos movimientos de avión y se pudiera recobrar el control del vuelo.
Bajo los 10000 pies la eyección era mandatoria por no existir suficiente espacio para la recuperación del avión.

En mayo de 1975 los recién incorporados a la unidad realizamos los cursos de conocimiento y procedimientos del avión ( que incluían un examen de identificación de todos los elementos de la cabina con los ojos vendados), y el manual del avión con sus procedimientos normales y de emergencia se convirtió desde esa fecha en mi libro de cabecera mientras volé el A-4.
Un avión de alta performance no deja margen para errores. Solo, en una estrecha cabina donde los acontecimientos transcurren a gran velocidad, la reacción ante una falla o situación inesperada debe ser inmediata y correcta. Solo el acabado conocimiento del funcionamiento de los sistemas del avión puede dar una respuesta acorde.
El primer vuelo lo realicé el 10 de junio con la ventaja de mi experiencia en el TA 4-J, y si bien yo tenía más de 4000 horas de vuelo, sólo 200 eran en reactor. Imaginaba cuán distinta había sido la situación para los pilotos que salían sólo con la instrucción teórica, y que antes de despegar por primera vez habían recibido una que otra palmadita en la espalda y el deseo de buena suerte y feliz aterrizaje- lo que había ocurrido también en aviones como el Corsario o el Panther, que carecían de biplazas y eran evolucionados con respecto a los de instrucción existentes-.
Tres días después se accidentaba operando en Portaaviones el 3 A- 310 y perdía la vida su piloto, el Teniente de Fragata Cristian Echegoyen. En una aproximación, su gancho no tomó ninguno de los cables y la turbina tenía un régimen bajo en el momento de toque en cubierta porque el piloto había reducido el acelerador algo por debajo del 80% recomendado. El retardo en la aceleración de la turbina para alcanzar el 100 por ciento fue mayor al tiempo que tardó en recorrer los escasos metros restantes de la pista angulada, y cuando el piloto apreció que caería al mar inició la eyección del asiento. Esto se produjo cuando el avión caía de la cubierta de vuelo inclinándose a la izquierda. El asiento, fuera de parámetros ya que era 0/0 para la condición de avión en posición horizontal, salió impulsado por el cohete en una trayectoria casi paralela a la superficie del mar, donde impactó con fatal consecuencia para el piloto. Su cuerpo no pudo ser rescatado por los nadadores que se habían arrojado desde el helicóptero, y fue arrastrado inerme hacia el fondo del mar por el peso de todo el equipo y del paracaídas abierto.
Este accidente durante la operación a bordo del Portaaviones relativamente pequeño para aviones a reacción, se sumaría a los incidentes habidos con cortes de cable de frenado luego del enganche del avión sobre cubierta de vuelo.
El entonces Capitán de Corbeta Eduardo Alimonda había sufrido esta mala experiencia luego de un normal enganche. La casi inmediata rotura del cable de frenado lo dejó liberado con suficiente velocidad aún como para despegar nuevamente, aunque volando dramáticamente muy cerca del agua, gracias al efecto aerodinámico producido por el aumento de sustentación originado por el flujo de aire bajo el ala en presencia de la superficie, llamado efecto "suelo".
Otro caso había experimentado el entonces Capitán de Corbeta Julio I. Lavezzo, cuando el cable se cortó en el final de la corrida de anavizaje. Con poca velocidad llevó su avión al eje de pista de la cubierta que es más larga y con un frenado bien aplicado detuvo el avión antes de la proa del buque.
Estos casos originaron estudios profundos y consultas con la Armada Australiana, que operaba aviones A-4 en el portaaviones "Melbourne", gemelo del nuestro.
Los cables fueron cambiados y se mantenían los márgenes de velocidad de acuerdo al peso del avión al momento del enganche. Con el peso máximo fijado para el aterrizaje, con 107 nudos de velocidad relativa se llegaba al límite del cable. Tomándose un margen de 3 nudos, más otros tantos de posible error de velocímetro, la velocidad relativa no debía superar los 101 nudos. Esto se lograba de acuerdo a la velocidad relativa del viento en la cubierta de vuelo, resultante de sumar la velocidad del buque -unos veinte nudos- a la del viento real. En función de estos valores, un avión con poco combustible y por lo tanto bajo peso que requería unos 125 nudos en final, necesitaba un mínimo de 25 nudos en cubierta para lograr una velocidad relativa máxima de 100 nudos con respecto a los cables.
Normalmente se operaba con valores relativos de viento mayores a los 30 nudos, gracias a las condiciones generalmente muy ventosas de nuestro litoral marítimo sur. Por estas razones se debía ser muy cuidadoso con el combustible a bordo, única variable para disminuir el peso del avión en el momento de la aproximación, y se daba la cantidad en decenas de libras al momento de obtenerse la "pelota" durante el giro a final. De ser necesario, con anterioridad se arrojaba combustible al mar para entrar en peso de aterrizaje.
Asimismo se utilizaba el indicador de ángulo de ataque para volar en forma más precisa la aproximación. Existía un indicador de unidades de ángulo de ataque que se cotejaba con el peso y velocidad del avión para verificar su correcto funcionamiento.
Esta información de ángulo de ataque se convertía en una señal luminosa en un pequeño semáforo sobre el panel de instrumentos del avión (AOA), que permitía volar la aproximación manteniendo la actitud con la indicación del semáforo y al mismo tiempo poder seguir la "pelota" y alineación con el eje de la pista.
La indicación del semáforo se repetía en uno instalado en el parante de la rueda de nariz, y de esta manera el señalero de aterrizaje apreciaba la velocidad del avión en final. Con semáforo en rojo, la velocidad era excesiva; con verde el avión estaba lento y con ámbar traía la velocidad correcta para el enganche.

El día 23 de septiembre de 1975, luego de noventa aproximaciones PTAP, más de cincuenta horas en el A-4Q y con una experiencia anterior de 172 enganches, realicé el primero en Skyhawk. Luego del enganche era guiado a catapulta. Había experimentado la sensación del catapultaje como vuelo de bautismo a bordo de un Grumann Tracker S-2A en el asiento del copiloto años antes, pero esto sería un poco diferente. Montado sobre la catapulta, al avión se lo tomaba con un grueso cable llamado estrobo con dos ojales en los extremos, desde la tortuga impulsora, que corria sobre el eje de la catapulta, a los ganchos fijados bajo el ala en cada alojamiento del tren de aterrizaje principal. Luego se lo enganchaba en la cola con otro cable que tenía un fusible de acero y con la "tortuga" se tensaba el estrobo desde la caseta de control de catapulta que arrastraba el avión ligeramente hasta que quedara tirante el cable de cola.
Atrás del avión se levantaban los deflectores del chorro de la turbina sobre la cubierta de vuelo, que era una gran pantalla accionada por un sistema hidráulico, y el señalero de catapulta realizaba la seña de poner 100 por ciento en la turbina.
La mano izquierda llevaba el acelerador en forma de T todo adelante y se tomaba de una manija fija a la estructura para evitar que la aceleración del catapultaje hiciera retroceder el brazo y redujera la potencia con la fatal consecuencia de caer delante del portaaviones.
La mano derecha esperaba abierta que el bastón fuera hacia atrás por la aceleración, mientras se mantenía el codo firmemente apoyado sobre el cuerpo.
Luego de una rápida lectura de los instrumentos para verificar que todo estaba normal, se saludaba militarmente al jefe de cubierta para dar a entender que todo estaba bien, y rápidamente la mano regresaba a su posición y la cabeza se apoyaba sobre el cabezal del asiento. A partir de ese instante, con la mirada puesta en la proa del buque- que oscilaba levemente arriba y abajo- se esperaba la señal del jefe de cubierta tocando con la banderilla el suelo y el operador accionaba el sistema de la catapulta a vapor, capaz de acelerar las 22500 libras del avión a más de 120 nudos en menos de 50 metros de recorrido.
El fusible de cola se rompía si la presión del mecanismo era la requerida para impulsar el avión y liberaba la corrida del mismo, arrastrado a través del estrobo por la “tortuga”. En esos segundos de fuerte aceleración la visión se aproximaba a la gris por las g's imprimidas, y el bastón de mando se desplazaba hacia la mano que recién lo tomaba.
Algunos definían la aceleración como un fuerte empellón en la espalda, o un fuerte "patadón", como diría un cordobés. Decían que con el tiempo uno se acostumbraba; evolucionaba de no ver nada al principio hasta llegar a gustar de la sensación.
El avión quedaba con un buen margen de velocidad y en actitud de ascenso, y -una vez repuesto el piloto de la fuerte experiencia- inmediatamente se continuaba el vuelo controlado.

Ese mismo día de mi primera experiencia con el A-4 a bordo, luego de realizar mi segundo enganche, fui llevado a proa estribor para efectuar el reabastecimiento en "caliente" de combustible al avión. Esta maniobra consistía en completar a través de la probe - lanzadera en la proa del avión para reabastecimiento en vuelo - el combustible requerido para seguir efectuando aproximaciones sin necesidad de detener el motor.
En esa posición fui espectador privilegiado de las desventuras del Teniente de Fragata Carlos Sánchez Alvarado, que al igual que yo estaba realizando la calificación a bordo del A-4Q.
Su aproximación y enganche habían sido normales, pero se cortó el cable de frenado y su avión - el 3-A-313 - quedó sobre cubierta con poca velocidad para intentar volar, y con mucha para frenarlo.
Cuando pasó a escasos metros por mi costado en dirección a la proa del buque el piloto tiró de la manija superior del asiento y se produjo la eyección de la cabina e inmediatamente después el cohete impulsó el asiento. La llama del MK1- MOD 1 iluminaba la escena del asiento proyectándose hacia arriba y adelante. La secuencia se cumplía de acuerdo al manual; alcanzados unos 200 pies de altura las vejigas de asiento y espalda se inflaban por el disparo de los cartuchos de nitrógeno, luego de destrabar las correas de asiento, y girando hacia adelante el cuerpo del piloto se separaba del mismo, al tiempo que salía el paracaídas extractor accionado por un cartucho y luego el paracaídas principal que rápidamente tomaba la forma de hongo. No habían pasado cinco segundos desde que abandonara el avión, que el Teniente Sánchez Alvarado pendía del paracaídas, y unos segundos después caía increíblemente sobre la cubierta y a mi lado en la proa.
Con 35 nudos de viento relativo en cubierta, el paracaídas inflado como una gran vela comenzó a arrastrar al desafortunado piloto por la cubierta hacia la popa del buque, mientras éste intentaba infructuosamente desprenderse del velamen, que estaba unido al torso de vuelo por los "fitings" difíciles de accionar con los guantes nomex colocados. En popa del buque, el Teniente de Fragata Aeronáutico Julio García corrió desde la plataforma de señalero con la intención de parar el paracaídas, pero la acción era similar a detener un velero que se desplazaba a 35 nudos por la superficie. Paracaídas y piloto cayeron al mar por la popa del buque y allí el piloto pudo desprender la sujeción del paracaídas, inflar su chaleco de supervivencia y ser rescatado sin lesiones por el helicóptero de estación.
El equipo de vuelo lo había resguardado durante el arrastre sobre la cubierta por más de 150 metros.
Las operaciones con el Skyhawk a bordo serían suspendidas casi un año para determinar con estudios más profundos el origen de los cortes de cable.

El A-4 es un avión donde el piloto está sentado muy adelante sin referencias de las alas que se ven hacia atrás, y tiene alta velocidad de rolido – giro sobre el eje longitudinal -, lo que motiva que el piloto sea proclive a sufrir desorientación espacial. Estas ocasiones son comunes durante el vuelo en formación instrumental o nocturno sin buenas referencias.
Hay momentos en que el numeral - que vuela pegado al líder para no perderlo de vista y no tiene posibilidad de seguir los instrumentos para verificar su vuelo- realmente no sabe cuál es su posición en el espacio. En formación nocturna de traslado en altos niveles sin luna, donde el terreno se confunde con el cielo y las esporádicas luces en tierra con estrellas, la sensación es de estar volando dentro de una esfera negra con puntos blancos, y me ha ocurrido pensar que realizábamos maniobras acrobáticas en formación mientras mantenía mi posición respecto al líder que volaba recto y a nivel. Por esta razón, volando como numeral en estos casos no es sencillo pasar a volar por instrumentos, y la demora en visualizar la situación es indeseable en momentos críticos. Muy próximo estuve a esta experiencia en una ocasión.
Dentro del plan de adiestramiento que cumplía, una noche salí como numeral del Teniente de Navío A.B. a realizar una navegación táctica a baja altura que tenía tres puntos de referencia sobre el terreno y completaba un circuito con regreso a Espora. Luego de volar con 300 metros sobre el terreno las dos primeras piernas, pusimos rumbo al sur para volar la tercera. Ya habíamos observado relámpagos en esa dirección y los apreciamos lejanos. Yo volaba formación a la derecha del líder que mantenía la navegación nocturna con los 300 metros, esperando alcanzar el punto de referencia en el tiempo calculado y caer luego a la pierna final con dirección a la Base. Navegábamos a 360 nudos y para ajustar los segundos de diferencia, se reducía la velocidad a 300 nudos o se aumentaba a 420 durante determinados segundos para cumplir los tiempos de pasaje en cada referencia.
El regreso tuvo que ser adelantado cuando nos encontramos repentinamente volando dentro de nubes, con mucha turbulencia y entre relámpagos. Nos había tragado -literalmente- un activo cúmulus oculto en la noche.
El líder comenzó un giro de 180 grados para salir del mismo, pero con una inclinación de sólo 30 grados por estar volando por instrumentos y tenerme en formación. Esto, sumado a los 360 nudos de velocidad con los que habíamos entrado, ocasionó que la permanencia dentro de ese tétrico escenario nos resultara eterna.
La turbulencia sacudía el avión del líder y por supuesto al mío también, que subía y bajaba de la posición al mismo tiempo que al acelerador lo operaba entre el 100 por ciento y el reducido (IDDLE), y entraba y sacaba freno de picada sin descanso. Igual suerte corrían los controles de vuelo en un continuo movimiento. Trataba de no perderlo de vista y me ayudaban los relámpagos que iluminaban el avión del líder.
Más tarde, con un vaso de whisky en el bar de la Base mientras afuera llovía muy fuerte, el líder de la aventura me confesaba lo preocupado que había estado durante el incidente por la posibilidad de perderme si no hubiese podido mantener la posición. Yo no había tenido tiempo de preocuparme, toda mi atención se había centrado en mantenerme en formación, pues a esa baja altura y en esas condiciones, pasar al vuelo por instrumentos hubiera sido muy dificil.

Durante esos años, debido a las acciones de guerrilleros, las medidas de seguridad en la Base se habían extendido también a los edificios donde habitábamos con nuestras familias en Bahía Blanca. Si bien esta ciudad tuvo pocos atentados- entre ellos el que le costó la vida a dos integrantes del Ejército-, la cercanía con Azul y el ataque que en enero de 1974 llevaron a cabo contra la guarnición del Ejército y que costó la vida no sólo de militares sino también de sus familias, determinó un incremento en las medidas de defensa.
Me costó convencer a Stella de que recibiera instrucción con el uso de un arma y que no realizara trayectos rutinarios llevando nuestros hijos a la escuela. Cubríamos guardia en los edificios durante la noche y esto provocaba no poder cumplir actividad aérea al día siguiente por falta de horas de sueño en el descanso reglamentario. En el caso del A-4 yo respetaba la norma que había pasado por alto en otro tiempo siendo guardiamarina. Volando el PBY -5A luego de una trasnochada, ajustaba muy fuerte el volumen de una radio sintonizada en el ADF que recibía a través de los auriculares y con mucho café soportaba con algunos cabeceos el tedio del vuelo. En una oportunidad volando el Catalina con un compañero como copiloto y habiendo trasnochado ambos, fuimos despertados por el mecánico que no recibiendo contestación a sus llamadas por intercomunicador, se acercó a la cabina para ver qué ocurría. El piloto automático mantenía el vuelo de traslado y ambos “michis” dormíamos plácidamente.

A partir de marzo de 1976, por las diversas funciones que se debieron cubrir en el ámbito civil, tales como intervenciones en universidades, sindicatos, municipalidades, etc, quedamos muy pocos pilotos en la Escuadrilla, lo cual me permitió volar 200 horas en el A-4Q y completar el plan de adiestramiento en todos sus aspectos: lanzamiento de munición de combate, tiro aire-aire, combate aéreo, navegaciones, fotoreconocimiento, reabastecimiento en vuelo, navegaciones a máximo radio de acción, etc. Llegué a cumplir en septiembre mi calificación a bordo del portaaviones, luego de los estudios efectuados relativos a la actividad de los reactores en el buque.
En 1977 la actividad fue similar, pero con cuatro hechos importantes para mí: en enero fallecía mi hermano Arturo, abogado y padre de siete hijos, en marzo nacía Martiniano, nuestro quinto hijo; en julio me trasladaba a los Estados Unidos para realizar un curso sobre la operación del misil aire- aire, y en septiembre tenía lugar mi primer corte de cable.
La relación con Chile por las Islas del Canal Beagle estaba empeorando, y a mediados del mes de julio se ordenó el traslado a la Base Aeronaval Río Grande de seis A-4Q artillados con seis bombas MK-81 de 250 libras instaladas en un MER (Lanzador múltiple de seis estaciones) bajo la estación central, ocupando las dos estaciones de alas con tanques suplementarios de combustible de 300 galones.
Las condiciones meteorológicas eran muy malas en todo el sur, y el despliegue se demoró. Yo había realizado la etapa a la Base Aeronaval Trelew y estaba condicionado en el tiempo por la comisión a los Estados Unidos, así que se decidió que otro piloto me reemplazara para el tramo faltante. El Capitán de Corbeta J.C. recibió el 3-A-311 en Trelew, y yo partí hacia la Capital Federal.
El día 18 de julio, en Buenos Aires y próximo a viajar a los Estados Unidos me enteré de que el avión se había destruido por impacto contra un terraplén próximo a la cabecera de pista 07 de la Base Río Grande, y que su piloto había eyectado sin consecuencias personales, luego de haber efectuado una aproximación instrumental en adversas condiciones meteorológicas sobre el campo nevado. Las bombas, que se trasladaban sin espoletas, no llegaron a explotar.
Durante un mes, en la base Aérea Mac Dill, junto al Teniente de Navío Sánchez Alvarado recibimos clases teóricas y prácticas sobre el mantenimiento y operación del misil aire-aire Sidewinder AIM- 9J, aunque la Aviación Naval poseía el modelo 9B - considerado obsoleto para los americanos-, de manera que debimos profundizar sobre las diferencias.
Ya de regreso al país y durante una incorporación al Portaaviones A.R.A. "25 de Mayo", con una experiencia de 450 horas en el avión y 25 enganches tuve el primer aviso del 3-A-303.
El buque no estaba lejos de la Base Espora, a unas 80 millas náuticas, y navegando en zona de poco viento. Por las limitaciones de los cables, debía enganchar con un máximo de 2000 libras de combustible para tener una velocidad de 121 nudos en final.
Luego de algunos pases de toque y siga con gancho arriba y alcanzado el nivel deseado de combustible, me indicaron que bajara el gancho.
Como había sólo 20 nudos sobre cubierta - lo que hacía el anavizaje más proclive al "bolter"- volé con pelota un poco baja y el indicador de AOA, entre amarillo y verde, es decir un poco lento.
En buena alineación, aunque el viento corría por la pista axial ya que era casi todo producto del movimiento del buque, toqué cubierta e inmediatamente llevé el acelerador al 100 por ciento y entré el freno de picada al tiempo que esperaba la desaceleración. Esta no se produjo; sentí un abrupto tirón y tuve la sensación de un "bolter", por lo que roté la nariz despegando nuevamente el avión con buen control aunque con extrañas vibraciones.
Observé que al avión le faltaba la punta de ala izquierda y parte del alerón del mismo lado. Le pregunté a la torre de control qué había pasado y me contestaron que había perdido partes del avión por el chicotazo del cable que se había cortado, y que me dirigiera a la Base Espora para aterrizar. Pregunté si el tren de aterrizaje estaba normal y si había alguna evidencia de fuego, pues tenía movimientos erráticos en los indicadores de tabs – compensadores - de dirección y elevación, que son indicaciones secundarias de incendio en la cola.
Respondieron que el tren aparentaba normal, que no se veía humo y ampliaron la información con respecto a los restos del avión que se encontraban en la cubierta de vuelo; había partes de un drop de combustible y del flap.
El nivel de traslado óptimo eran 22000 pies, pero luego de subir tren y flap seguían las vibraciones y la relación de ascenso no era la normal, así que nivelé con 15000 pies, ya que con 1500 libras de combustible y a 60 millas de Espora llegaba sin problemas.
Enlazado por radio con Bahía Control escuché que aterrizaba un A-4 y le pedí si podía reunirse en final larga para verificarme las averías. Era el 3-A-305 piloteado por el Teniente de Navío Carlos Sánchez Alvarado que rápidamente despegó para ir al punto de reunión a 12 millas de la cabecera de pista. Confirmó tren abajo normal y las averías del avión; además, que el gancho de aterrizaje estaba incrustado en la parte inferior del fuselaje y no bajaba.
Entré en final de precaución con 150 nudos, flap arriba y spoilers – ruptores de flujo sobre el extrados del ala - desconectados, ya que tenía indicación de rueda de nariz insegura y el AOA no encendía, lo que podía significar una falla del switch del tren que también impedía el armado de spoilers en vuelo al reducir el motor -lo que es muy indeseable-, y así me aseguraba contra la posible falla.
El toque lo realicé con 140 nudos e inmediatamente armé spoilers sobre la corrida para favorecer el frenado. Los frenos respondieron bien, cosa que de no ser así hubiera significado un serio problema, pues si bien estaba armado el cable de frenado en el final de pista, el gancho no bajaría como para detener la corrida del veloz aterrizaje sin flap.
El aspecto del avión era lamentable, el cable había cortado las chapas de duraluminio con una extraordinaria facilidad.
Esta vez el cable seis del portaaviones se había cortado en la unión con la "botella" que lo conecta al sistema de cable en el interior de la máquina de frenado. Un error en la soldadura especial de las 169 filásticas del cable que se unen en la botella fue la causa primaria. El cable cortado deslizó por el gancho del avión hasta que la botella se trabó contra él y el tirón rompió el otro extremo que hizo las veces de un látigo, cortando las estructuras del avión. Todo esto ocurrió en instantes, y por suerte el cable no alcanzó a nadie del personal en cubierta de vuelo.
También fue una botella, pero de buen Whisky, la que el entonces Comandante de la Aviación Naval, el Contraalmirante Rafael Serra me hizo llegar con una tarjeta que decía "¡Que la disfrute!"
El 3-A-303 sería reparado y regresaría al vuelo antes de fin de año, cuando yo preparaba mis valijas para ir a mi nuevo destino, la Escuela de Aviación Naval en Punta Indio, esta vez como Jefe del Departamento Instrucción Aérea. Poco antes de hacer mi presentación en Escuela, cumplía una etapa de navegación en el portaaviones y el día 10 de enero a bordo del 3-A-307 me convertía en "Bicenturion" por alcanzar los 200 enganches, hecho que fue festejado esa noche en el salón de fumar. Luego recibí formalmente una medalla dorada que acompañaría a la de plata de Centurion que ya tenía en mi poder. Ese año recibí también el premio “Corresponsales Navales”, correspondiente al mejor desempeño como piloto de portaaviones.
El traslado de los siete integrantes de la familia a Punta Indio a bordo del Renault 6 nos demostró en la práctica que necesitábamos un auto con mayor capacidad.

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